La vida deportiva, laboral y humana ha dado un giro rotundo y radical con la aparición en escena de un invitado que quizás nadie espera en un mundo tan acelerado y tecnológico: el Covid-19 nos ha puesto en un “estate quieto” y nos prueba como personas y país a saber afrontar la adversidad en tiempos de crisis planetaria.
El Coronavirus no respeta clase social, religión, edad, condición física, principios o cultura. Todos estamos expuestos a él.
La Liga de Fútbol Playa como organización deportiva y como familia se ha visto afectada a causa de esta pandemia. El Comité de Competición y el Comité Director tomaron la decisión de suspender indefinidamente el torneo en sus tres categorías (Primera, Femenino y Alto Rendimiento) hasta tanto el Gobierno dé luz verde para volver a las labores habituales. Claro está que no será de la noche a la mañana.
No habrá fútbol playa hasta nuevo aviso, lo que hará que la organización de liga deba sentarse más adelante a tomar decisiones sobre cada campeonato y esto dependerá, por supuesto, de la situación sanitaria del país. Mientras tanto, los equipos deberán aguardar en casa, cada jugador manteniéndose en la parte física como mínimo y sin necesidad de agruparse.
“La Liga de Fútbol Playa sigue los lineamientos que dicte el Ministerio de Salud para reducir la propagación del Covid-19”, reza parte del acuerdo tomado por Lifupla ante la emergencia nacional.
Pero fuera de la arena el Covid-19 también ataca y con mucha fuerza. La situación laboral para jugadores, entrenadores, dirigentes y hasta aficionados se torna complicada porque cada uno depende de sus trabajos fuera del deporte para subsistir. Los jugadores de costa sufren porque no hay turismo y los hoteles cierran. En algunos casos los dueños envían a sus trabajadores a vacaciones y en otros apuestan al cese de contrato.